En un reel que compartía John Tones en su IG, y del que no puedo deciros más porque se ha perdido comolágrimasenlalluvia, el autor, mientras componía una acuarela de Cthulhu, avanzaba la interesante teoría de que la locura que sufren los personajes de Lovecraft al entrar en contacto con las fuerzas Primigenias no proviene tanto de la visión de monstruos inefables y tentaculares, sin apenas correlato con ninguna criatura terrestre; que eso era una idea popularizada por el juego de rol de La llamada de Cthulhu y sus tiradas de cordura. La autentica enajenacion, decia, la produce el regreso a casa. Fingir que lo cotidiano importa. Tomarse en serio la vida diaria, los horarios, las instituciones, las costumbres, sabiendo que todo es un velo finísimo que apenas disimula la futilidad de todo, la importancia de nada.
Luego, el autor del vídeo se ponía demasiado creativo y atribuía el aumento de los problemas de salud mental entre jóvenes y niños al descubrimiento, durante la pandemia, de que la sociedad, la escuela son como aquellps pueblos Potemkin: fachadas de cartón sujetas por unos pocos palos.
Yo propondría una aplicación mejor de esa teoría: La guerra. ¿Qué es más enorme? ¿Qué puede ser más monstruoso?
Ando leyendo estos dias la sobrecogedora Los muchachos en zinc, de Svetlana Alexievitch en la que la autora reúne los testimonios de soldados soviéticos que combatieron en Afganistán, sus madres, sus enfermeras. Jóvenes mutilados de todas las formas posibles.
El zinc del título es el material con el que se fabricaban sus ataúdes.
¿Cómo se vuelve a la vida después de concocer la guerra? El sonido húmedo y breve de las balas al penetrar la carne. Los lamentos de los perros detectores de minas. La arena ardiente. La pestilencia de los excrementos de camello bajo un sol de cincuenta grados. Calaveras sonriendo entre restos chamuscados. Collares con orejas de muyahidín. La muerte es normal, pedestre, simple. Le pasa a cualquiera. No tiene secreto. Solo hay que apretar el gatillo. Una transformación inmediata: “Solo toma un segundo; no queda nada de ese hombre. Es como si nunca hubiera existido”.
¿Cómo se vuelve a la vida después de eso, aunque sigas entero? Salir a la calle. Girar una esquina. El timbre de los teléfonos. La oscuridad de la noche. Los sueños.
Esa extrañeza me recordó otra en sentido inverso.
Estos días, Francisco Serrano, flamante ganador del Premio Tusquets y otra mitad, con John Tones, del podcast Rancho Drácula, anda con la promoción de su libro El corazón revolucionario del mundo. A falta de librería cercana donde comprar el libro, voy escuchando religiosamente las entrevistas que le hacen.
Asi, en apariencia, la novela narra cómo Valeria Letelier es reclutada por una célula clandestina anticapitalista internacionalista. Asi, en la distancia, y conociendo a Fran, esas entrevistas dicen mas sobre lo que la novela no hace que sobre lo que es. Los periodistas le insisten: Valeria esto, Valeria lo otro. Que si “una joven arrastrada por la historia”, que si “una víctima del fanatismo”. La sacrosanta obsesión con los personajes. Por el mismo motivo, presentan el libro como si fuera documental, como si viniera a explicar los grupos armados de los setenta o a ofrecer una mirada generacional sobre el terrorismo de izquierdas.
Yo me quedo más con la direccion en la que Fran trata de llevar sus respuestas: Que esos grupos funcionan casi como una secta. Con un líder carismático que moldea las lealtades del grupo, con rituales de adoctrinamiento, explotacion, aislamiento y violencia interna. Mientras, ya sabemos quién hace la compra y limpia calzoncillos. Las de siempre.
Sin querer enmendarla a Fran esa idea tan cierta, pienso en los etarras de Operación Ogro, peliculón de Gillo Pontecorvo (con música de Morricone), que narra la preparación y ejecución del atentado contra Carrero Blanco.
La pelicula es recordada sobre todo por la escena del coche volando, que causó sensación en su momento, pero dedica mucho metraje a la preparación. Y entre las escenas de planificación y cavado de túneles se cuelan otras donde los cuatro hombres del comando viven la realidad cotidiana del Madrid de los setenta: gris, neblinoso, hostil, con esas papeleras verdes herrumbrosas. “No me gusta Madrid”, dice uno al bajarse del taxi negro con raya roja. “A mí tampoco”, responde el personaje de Gian Maria Volonté. Echan de menos Euskadi, el mar.
Entre esas escenas, me quedo con dos, ambas protagonizadas Xabi, el miembro del comando que encarna Eusebio Poncela. En una de ellas, camina por la calle Preciados de entonces, aun con sus jardineras en medio, mirando los escaparates. Gente comprando. Él parece un extraterrestre, un espectro aqui, caminando por un mundo ajeno, que no entiende, indiferente a sus motivaciones y a sus ideales.
En la otra, vuelve al piso franco con la bolsa de la compra, dos barras de pan asomando, y se detiene en un semáforo. Cruza una furgoneta llena de hinchas del Real Madrid, camino del fútbol, cantando, agitando banderas. Cuando se reúne con sus compañeros, les comenta disgustado la inmensidad de lo que enfrentan, la futilidad de su esfuerzo:
“Todos de excursión, todos al campo. Todos al fútbol. Todos al cachondeo. Qué les importa a ellos el fascismo”.

