Percibimos el tiempo futuro de forma logarítmica. El logaritmo es una función que lo aplana todo. La diferencia entre el año 2025 y el 3025 la percibimos enormemente mayor que la diferencia entre el año 802.025 y el 803.025, que nos resultan casi idénticos. El futuro profundo, el futuro remoto, es infinito, idéntico.
Esto no es solo una curiosidad, el simple resultado de que “en cien años, todos calvos”. Esa forma de percibir el futuro nos divide en personalidades. Nos sume en guerras intertemporales con nuestros yoes futuros.
Pongamos por ejemplo que buscar comprar algo, digamos, por poner un ejemplo casual, la edición de Jane Eyre en la Colección Reno. Sabes que tendras un pequeño descuento si la compras mañana, pero al ver su maravillosa doble portada, tan característica de aquella colección, decides comprarlo ahora. En cambio, si esa opción se te planteara en un mes, no sería raro que eligieras esperar. “Total, un día no es nada”. Pero, si le preguntaras a tu yo del futuro, tu yo de dentro de un mes no estaría de acuerdo: pensaría como tu yo de hoy y querría comprarlo ahora mismo. Y así vivimos, en un conflicto perpetuo contra nuestras identidades futuras, a las que intentamos encadenar con una mezcla de culpa y restricción de opciones.
Pero con el pasado ocurre algo muy parecido. También lo percibimos “aplanado”.
Heródoto diferenciaba el “tiempo de los hombres”, lleno de nombres y hechos, de causas y efectos, del “tiempo mítico”, un tiempo fuera de la historia, sin nombres ni objetos, poblado por personajes más grandes que la vida, que explica cómo se originaron las cosas y por qué son como son.
En “Time Maps: Collective Memory and the Social Shape of the Past” Eviatar Zerubavel estudió los calendarios de 191 países catalogando qué conmemoran sus fiestas y cuándo ocurrieron esos eventos. Lo que encontró es precisamente ese aplanamiento del pasado. Se celebran o bien sucesos míticos vinculados a figuras religiosas antiguas o bien sucesos de los últimos 200 años, relacionados casi siempre con los orígenes de la nación. Casi todo lo que cae entre el 700 y el 1700 d. C. está prácticamente olvidado, con casi la única excepción del 12 de octubre.
Valoramos el pasado. Como individuos, por lo que hemos aprendido o por las decisiones que tomamos y que condicionan nuestro presente. Como sociedades, porque las tradiciones y la historia compartida determinan nuestra cohesión, nuestro sentido de pertenencia. Las injusticias sufridas, los derechos violados, los logros y los cambios afectan a cómo nos entendemos. Seleccionamos continuamente el pasado para satisfacer nuestros deseos presentes, para explicar y justificar el ahora, para darle coherencia.
Pero valorar algo suele llevarnos a querer protegerlo, conservarlo, evitar que se altere. Querer que se quede allí, congelado en un bloque, en el tiempo mítico. Revisar el pasado común duele: nuestros errores, nuestras equivocaciones, nuestros genocidios. Lo acontecido no es una secuencia muerta de hechos. Nos llama, se nos enfrenta. Está vivo.
Las ultimas paginas de las ediciones mas actuales de Los muchachos de zinc cuentan los juicios a los que se enfrento Svetlana Alexiévich tras la publicacion de fragmentos en un periodico bielorruso. Las demandantes eran madres de soldados muertos en Afganistan, que protestaban sobre la imagen que el libro daba de sus hijos: personas buenas obligadas a matar por la patria y el internacionalismo. En realidad, lo que exigian era su lugar en el presente. Porque a medida que la guerra se iba deslizando hacia el pasado esta se iba reevaluando como una empresa inutil. La sangre derramada perdia valor.
Pero, por lo general, quienes mas se resisten a matizar, a alterar el pasado son quienes mas se benefician de el. Quienes sustentan sobre el sus privilegios.

