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Robert Heinlein, ese viejo zorro. Escritor regulero, peor persona, que, pese a ello, fundó él solito la tradición de la línea temporal inmutable en la ciencia ficción, la predestinación: si viajas al pasado y pisas una mariposa, tranquilo, no pasa nada. En realidad, ya viajaste al pasado, ya la pisaste.

Heinlein fundó esta tradición él solito. Solo necesitó dos relatos: “Todos vosotros, zombis”, publicado en los años cincuenta, y “Por sus propios medios”, en el 41. Este último cuenta la historia de Bob Wilson, un científico que, una tarde, mientras trabaja en su tesis, ve cómo, de la nada, aparece lo que hoy en día identificaríamos con un mero vistazo como un portal intertemporal. Un hombre que le resulta familiar se dirige hacia él, atravesándolo. A partir de ahí, las vueltas y revueltas, los encuentros y sorpresas esperables para cualquiera que haya visto o leído historias de viajes en el tiempo, predecibles como la sucesión de letras en el abecedario.

El relato, en sí, es verboso y aburridote, aunque tenemos que ser clementes con el viejo zorro, por entonces todavía joven: fue uno de los primeros relatos que le colocó a John Campbell, que, según parece, vio en él lo mismo que sigue llamando la atención leído hoy: De repente, Heinlein se quita la careta de truhán, de señor, y te enchufa dos fragmentos filosóficos que el Borges de “Nueva refutación del tiempo” seguro envidió.

Esos dos fragmentos revelan que “Por sus propios medios” es una indagación sobre la identidad y la memoria. Cuando la “última” versión de Bob Wilson habla con una versión pasada, le asalta el recuerdo de haber tenido esa conversación mientras pronuncia esas palabras que recuerda haber escuchado. Unas páginas después, cuando Bob Wilson 2 se acerca de forma amenazadora a Bob Wilson 1, Bob Wilson 3 recuerda lo que le está a punto de sucederle a ese primer yo del pasado, el puñetazo que está a punto de recibir. Recuerda haberlo sentido, ese dolor.

El yo es un punto en la conciencia, te dice Heinlein, es el último punto en una secuencia que se expande continuamente porque tenemos memoria. Y no solo eso. Como buenos truhanes, como buenos señores, los yoes anteriores de Bob Wilson 3 (o 4) se sentían tan en posesión de sí mismos, de su identidad, como se siente él, habitante único de su continuo. Heinlein concluye que eso es una ilusión: cada evento es absolutamente individual, una coordenada en el espacio-tiempo. Nada es igual a nada, ni siquiera a sí mismo.

A saber: que el Bob Wilson del ahora no es el Bob Wilson de hace diez minutos, es solo una rebanada del pan de molde cuatridimensional, rebanadas tras rebanada, unidas por el frágil hilo de la memoria, obligadas a ponerse frente a frente, de manera antinatural, por culpa de la máquina del tiempo.

Heinlein te escribe 50 páginas, la mitad farfolla para preguntarte a la cara: ¿Son nuestros estados sucesivos reales o imaginarios?

Eso nos lleva al eternalismo. El eternalismo va a llegar. Bueno, técnicamente, ya ha llegado. El eternalismo es la idea de que todo el tiempo está eternamente presente. De que el tiempo es absoluto. El futuro ya existe (más bien ha existido). El pasado no se desvanece, permanece intacto. El tiempo es un bloque. Si no lo entiendes, pregúntale a Alan Moore, él te lo explica.

Según el eternalismo somos inmortales. Siempre vivimos, siempre viviremos, siempre habremos vivido. Nuestra vida esta congelada como una pieza de ámbar, como un cristal. Nuestra conciencia es una impureza, atrapada en su interior, una burbuja que se mueve imperceptiblemente dentro de ese vidrio (porque el vidrio es un sólido desordenado). Si no lo percibimos así es porque no podemos verlo desde fuera. Dios (con mayúscula) sí puede.

Pero entonces la implicación es clara. Si Dios es eterno y está, por tanto, fuera del tiempo, si todo lo que fue, es y será se le presenta simultáneamente, si no hay “antes” y “después”, si no habita en la secuencialidad, entonces no puede tener recuerdos. Entonces Dios no tiene memoria

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