Seguro que en algún libro o película has escuchado o leído a alguien decir “todo mito tiene un germen de verdad”. Generalmente, es el comienzo de una aventura.
Esa idea se llama evemerismo.
Evémero de Mesene fue un escritor y hermeneuta de la época helenística que sostenía que las deidades se basaban en reyes históricos reales que habían sido mitificados con el paso del tiempo. Sus esfuerzos por ofrecer una explicación plausible y terrenal de las leyendas fueron muy influyentes, aunque sus sucesores produjeron versiones “realistas” de los mitos cada vez más fantasiosas. Dionisio Escitobraquión, por ejemplo, imaginó que el Vellocino de Oro que transportó a Frixo y Hele por el aire era en realidad una embarcación con una proa en forma de carnero.
Así puesto, parecería que el evemerismo es un proceso que opera en dirección inversa al que te hablaba hace unas semanas, el que va de lo numinoso a lo religioso: Si el evemerismo humaniza lo divino, parecería ser un proceso de desencantamiento.
Sin embargo, cuando el evemerismo chocó con el darwinismo durante la época victoriana el resultado fue exactamente el contrario: un reencantamiento del mundo.
Desde principios del siglo XIX, autores como Walter Scott en sus Cartas sobre demonología y brujería popularizaron la idea de que las historias de hadas, enanos y la “gente pequeña” eran recuerdos populares de una raza prehistórica de pigmeos, una raza de baja estatura, piel oscura y velluda, invasores de origen asiático (aunque los preceltas de Iberia, Irlanda o Laponia también fueron candidatos) o incluso los propios aborígenes de las islas británicas.
Cuando llegó la revolución científica, esta teoría evemerista dotó al folclore sobrenatural de una explicación pseudoantropológica. Encontró un campo fértil en la época victoriana porque encajaba bien con su racismo y su colonialismo, porque reflejaba sus ansiedades sobre la evolución, la degeneración y los frágiles límites entre lo humano y lo animal tan centrales en obras de la literatura universal como El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde, La máquina del tiempo o La isla del doctor Moreau.
Pero quizá el número uno del evemerismo literario, el macho camacho de la ficción sobre supervivientes prehistóricos, fue Arthur Machen, un escritor galés con una profunda antipatía hacia la sociedad industrial, el secularismo y el desencantamiento provocado por la ciencia. Machen rabiaba contra lo que consideraba la expulsión de lo sobrenatural. Defendía que el hipnotismo y otras experiencias cuasi paranormales eran la base de la magia, aunque se burlaba de los espiritistas. Buscaba lo esotérico y fue miembro de la Orden de la Golden Dawn. Criticamos mucho y con razón a Lovecraft por su racismo, pero Machen era también una buena pieza: calificaba a Londres como una “ciudad de pesadilla”, en la que un breve paseo en cualquier dirección te llevaba a un mundo tan desconocido y extranjero como las regiones más remotas de África.
Según Machen, la “raza baja y no aria” que constituía el sustrato de las leyendas sobre hadas fue empujada a cuevas subterráneas bajo las verdes colinas de las zonas más remotas del agro británico por las poblaciones celtas e indoeuropeas que llegaron a las islas al comienzo de la Edad del Hierro. De ahí la aversión atávica de los seres feéricos a ese metal. Las historias de niños cambiados y de mujeres raptadas en el folclore de las hadas serían el trasunto de las incursiones ocasionales que esta raza neolitica vencida realizaba en los hogares de los conquistadores celtas-arios.
Machen desarrolló estos temas principalmente en tres relatos.
En “La pirámide brillante”, dos investigadores al estilo de Holmes y Watson examinan una extraña serie de herramientas de sílex que aparecen en una finca rural. Tras descifrar las marcas que presentan, terminan enfrentándose a un grupo de pigmeos que sacrifican a una mujer en una resplandeciente pirámide de fuego. Estos seres feéricos son apenas humanos. Tienen ojos rasgados, adaptados a la oscuridad.
La supervivencia de la gente pequeña y de sus herramientas de piedra aparece también en “La mano roja”, donde un hombre es asesinado en el centro de Londres con un antiguo cuchillo de sílex. El detective protagonista renuncia a la oportunidad de obtener el tesoro de una raza de enanos supuestamente extinguida que la víctima habría localizado porque “ellos todavía están ahí, los vi acechando sobre la tierra”.
Pero el evemerismo de Machen se expone de forma especialmente clara en “La novela del sello negro”. El profesor de etnología Gregg llega con su familia a un pueblo galés como parte de su investigación sobre la desaparición de varias jóvenes locales y sobre extraños informes de arqueólogos y anticuarios que sugieren la existencia de una nueva Atlántida. La clave del misterio parece ser un sello negro, una piedra descrita en registros romanos y hallada cerca de Babilonia, que Gregg logra descifrar después de encontrar el equivalente a una piedra de Rosetta: un sello inscrito con marcas cuneiformes hallado en el mismo lugar en el que un hombre fue asesinado con lo que parece ser un hacha prehistórica. Gregg descubre que la escritura del sello es la clave de una antigua magia degenerada, escrita en el mismo lenguaje hablado por un muchacho deforme del pueblo de rasgos “mongoloides”, híbrido entre hada y humano.
Si Machen tradujo el racismo a folk horror, Lovecraft lo convirtió en cosmología.
Lovecraft tradujo la pseudociencia y los prejuicios raciales victorianos a términos científicos. Su ficción está repleta de ideas evemeristas. Sus dioses no son realmente dioses: son antiguos alienígenas, razas prehistóricas, seres extradimensionales. Están racionalizados, podrían existir dentro de un marco materialista.
La teoría de los alienígenas ancestrales también es una forma de evemerismo.
Como te contaba hace unas semanas, August Derleth creo los “Mitos de Cthulhu”, transformó las criaturas de Lovecraft, seres sin la menor consideración hacia los humanos, en deidades interesadas en nuestros asuntos, malvadas o benévolas. Las moralizó. La prisión de Cthulhu en la ciudad submarina de R’lyeh habría sido el “verdadero” origen del mito de Satán.
Así fue como Derleth terminó de abrir el portal: si los mitos religiosos podían explicarse, incluso de forma ficticia, como intervenciones alienígenas en la civilización humana, solo se necesitaba un paso más para explicar a los dioses y titanes de antaño como un panteón extraterrestre.
Los alienigenas que colonizaron la Tierra antigua se recuerdan vagamente en tradiciones esotéricas de dioses y demonios. Dejaron tras de sí ciudades en ruinas o tumbas en Australia, Arabia, la Antártida y el océano Pacífico, formaciones de piedra en Nueva Inglaterra, artefactos insólitos en archivos, museos y colecciones científicas.
El poder de esta idea es tan enorme que, a día de hoy, domina la representación popular de la arqueología, repetida y reformulada por televisión o internet por eruditos excéntricos que encajan pistas en apariencia inconexas encontradas en yacimientos y textos antiguos, supuestamente silenciadas por organizaciones secretas.
La genialidad, si se la puede llamar así, de la teoría de los alienígenas ancestrales es que nos permite conservar el sentido de la maravilla ante los misterios antiguos mientras aparenta ser “científica”. No hay nada magico o sobrenatural, sino tecnología. Pero es fruto del viejo impulso evemerista: los mitos deben basarse en algo real.
Del profundo racismo del evemerismo te hablo otro día.
De las conexiones, o no, entre hadas y alienígenas, también.

